Una librería contra el terrorSexto Piso publica la obra de Mijaíl Osorguín, sobre una de las últimas tiendas que comerció con libertad en la Rusia de Lenin. Madrid- Moscú, 1918. Bajo el toldo de la Revolución Rusa, en un tiempo contrario para la literatura, nace, en la calle Leóntiev, La librería de los Escritores. «Fue, quizá, la única institución cultural y comercial que conservó su independencia moral y material a lo largo de los terribles años de caos, terror y hundimiento de los valores espirituales. Fundada en septiembre de 1918, existió hasta 1922, cuando perdió gran parte de su razón de ser, ya que, debido al florecimiento de la NEP (nueva política económica que instauró Lenin en 1922), los impuestos se volvieron insoportables». Lo dice Mijaíl Osorguín, uno de los impulsores de aquella aventura cultural que acabó cerrando y que ahora, a través de su testimonio, redescubre Sexto Piso en un breve pero enjundioso volumen titulado «La librería de los Escritores», en el que se incluyen las poesías de Marina Tsvietáieva que publicó, respaldada por estos editores y libreros, en un libro manuscrito que alcanzó gran difusión. La inoperancia del sistema Los aires de libertad que abrió aquel Octubre Rojo desaparecieron pronto tras un cartel de «prohibido entrar» clavado en la puerta de la revista «Nuestra Patria». Los nuevos dirigentes abrieron un panorama desolador. «Todas las librerías municipalizadas habían sido cerradas para ?la clasificación, compra y distribución de los libros?; se habían convertido en un montón de basura y en almacenes que ya nadie sabía qué contenían. Era imposible comprar libros en ningún lado aparte de en nuestra librería». Las escasas tiendas que aún atendían a los clientes se enfrentabana la inoperancia del sistema que iba instaurándose. «Sabíamos de libros, mientras los nuevos dirigentes no tenían ni la menor idea al respecto. Los funcionarios soviéticos recién reclutados eran ?saboteadores?, gente transida de frío y de hambre incapaz de trabajar y obsesionada con las raciones y las entregas de productos alimenticios». El comercio literario se convirtió en un trueque por la supervivencia. Osorguín narra cómo los propietarios de grandes bibliotecas acudían para vender. Tras décadas reuniendo joyas bibliográficas y enriqueciendo los anaqueles con las mejores ediciones, se veían obligados a desprenderse de ellas para conseguir pan. Había «viejos profesores que primero nos traían los libros que no necesitaban, luego los tesoros de sus bibliotecas, luego baratijas sin valor, luego algún libro ajeno que les habían dejado en depósito... Mencionaremos también a los adolescentes que se despedían de la literatura de su infancia, a los que nos entregaban aquello que había dado sentido a sus vidas». A través de estas páginas se asiste al frío que Osorguín y sus compañeros sentían en su tienda, mientras compraban colecciones al precio más alto que podían para apoyar a los intelectuales y lectores. A veces, ni siquiera esos volúmenes tenían valor y, tras marcharse el vendedor, los arrojaban a la basura. Por un puñado de harina Durante ese mercadeo pasaron por sus manos «perlas» que en Francia se cotizaban a un precio desorbitado y que allí sólo eran moneda de cambio para salir hacia adelante. «Yo me ocupaba de los libros antiguos, los que más valían y los que menos compradores atraían. Enormes Cheti Minei encuadernados en piel, ediciones de la época de Pedro el Grande, se vendían por un puñado de harina».
La Razón
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