Las Castillas, río a río, plaza a plaza El pueblo es pequeño, incluso mínimo, pero tiene su espaciosa iglesia restaurada, su ermita en las afueras, su castillo arruinado que el alcalde sueña convertir en hotel, hasta él llega no el camino polvoriento de antaño sino una carretera asfaltada. El viajero cruza estos pueblos silenciosos, limpios, sus ríos largos que marchan de este a oeste, el tranquilo Duero, el rocoso Tajo, el juguetón Guadiana que se oculta. Se advierte el cariño, pero también que no se rehúye la crítica. Ese viajero no necesita buscar la historia, ésta se hace bien visible de inmediato, a veces se impone sin más. Pero está también el presente, los afanes de hoy y las ilusiones del mañana. Van pasando plazas porticadas, torres y más torres. Iremos por caminos transitados que llevan a Santiago y, si marchamos al sur, con don Quijote bien presente. Hay visitas de descubrimiento y hay muchos regresos, se constatan cambios, para bien, aunque la despoblación acecha siempre. Castilla es eterna, pero no está inmóvil y ha aprendido a valorar lo propio. En medio, Madrid, absorbente en demasía e inesquivable.